Lémures
inanimados
Inflación. Los que
formamos parte de la comúnmente llamada generación X, conocemos bien el término.
Porque esa época no sólo se trató de revoluciones tecnológicas permanentes como
pasar del blanco y negro al color en las pantallas de televisión, de lo
alámbrico a lo inalámbrico en los controles… en fin. En México, el alza
generalizada de precios fue el común denominador de las familias en ese lapso.
Nunca sabíamos qué iba a pasar con la economía nuclear, siempre había que
aprovechar las oportunidades. En Tuxtla, donde vivimos nosotros desde inicios
de los años ochenta, era común que en las casas nos abasteciéramos con sacos de
granos, azúcar y cajas de aceite para prevenir el desabasto que provocaba la
escalada inflacionaria. De un día para otro los importes de los productos
básicos se elevaban al doble y todo desaparecía en segundos de las tiendas. Era
imposible planear eficientemente la economía en cualquier escala social o
empresarial.
Yo viví en carne propia
el efecto. En aquellas épocas de mi niñez, mis padres eran muy estrictos con
nuestra alimentación. Nos mandaban a la escuela siempre bien equipados en la
lonchera, con puros alimentos sanos. De manera que no hacía falta formarse en
la cooperativa del colegio para completar el refrigerio. Sobra mencionar que el
licuado mañanero se componía de alrededor de 500 calorías –una mezcla de leche,
plátano, chocolate y huevo-. ¡Suficiente para toda la mañana!
Como muchos niños, la
comida chatarra que vendían en la tienda escolar me resultaba muy atractiva. Un
refresco de cola y unas frituras que antes eran representadas por un ratón ‑ahora
es un tigre- costaban juntos, 6 pesos de los viejos. Ello me obligaba a ahorrar
la aportación dominical que nos hacía mi papá más un peso adicional, durante
una semana, para lograr comprar el anhelado paquete. Sin tener además que pasar
por la aprobación parental que, seguro estaba, sería negativa para esos fines.
Así que junté, durante
una semana, cada centavo que recibía de mis padres, o que me ganaba por alguna
labor casera o del negocio familiar. Recuerdo haber llegado a la escuela ese
viernes con el corazón palpitando de alegría. En mi bolso derecho del pantalón
titilaban las monedas destinadas al suculento piscolabis prohibido. Las horas
que pasaron desde mi llegada hasta que salimos al recreo pasaron lentas. Salí
del salón con paso firme hasta la reja que separaba la muchedumbre de golosos y
los anaqueles de la cooperativa. Como era pequeño, tuve que treparme por los barrotes
hasta que mis bracitos alcanzaron el borde superior. –¡Una coca y unos chetos,
por favor!-, pedí a la encargada como si se tratara de las acciones de una
empresa en ascenso en el piso de remates.
Mis 6 pesos viejos
estaban sujetos de mi mano, para evitar que cualquier centavo se cayera. Era
difícil sostener toda esa morralla con mi pequeño puño. De pronto, volteó hacia
mí la señora y me dice: -Son 6.50…- Con lágrimas en los ojos ví que los precios
se habían incrementado ese mismo día. El paquete había subido 50 centavos y no
había manera de cambiar eso. Eran precios controlados. No tenía acceso al
crédito porque mis papás no avalaban esas transacciones. De hecho siempre daban
instrucciones precisas de que no tomara nada de esa tienda, a menos que llevara
dinero para comprar.
Así de cruel es el
fantasma de la inflación. Es casi apocalíptico. En México se viven otros
momentos. La especulación se lleva a cabo en otras divisas. A pesar de que la
gente de a pie diga que los precios han aumentado y que las instituciones de
este país esconden la verdad –a través de la manipulación de la información- al
respecto del tema inflacionario, lo cierto es que no estamos ante ese riesgo,
todavía. Como sí lo viven ahora otros, como los venezolanos.
El riesgo siempre
vivirá latente. Como esos virus que se creen erradicados y de pronto atacan sin
piedad zonas vulnerables. El pacto tácito entre las tres esferas de la sociedad
permite el equilibrio. Cada uno hace su trabajo. Espero que así sigan las
condiciones en México. Que la amenaza de la escala inflacionaria no reavive su
llama ante los embates internacionales por el incremento en los precios del
dólar y la caída en los precios del petróleo en todo el mundo.
Estoy seguro que nada
pasará sino hasta después de julio de este año. Las elecciones también forman
parte de la ecuación por el grado de dificultad que obsequian todos los temas
en torno a la crisis. Y después de ello, las aguas de la política vovlerán a su
calma y podremos ver las consecuencias futuras.
Espero no equivocarme.
Tengo algunos antojos todavía qué apaciguar, pagos qué atender y apenas
comienzo a juntar nuevamente los centavos.
México. D.F. a
24 de febrero de 2015.
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